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La esperanza que nunca llegó (Oda a la chingada)

¡Se acabo! ¡Por fin se terminó! Después de 6 años la esperanza cesó de pasearse por el país, claro, si realmente estuvo aquí. Y con la “esperanza” también se va Andrés Manuel, el hombre, no la efigie.

 

Es menester arrancar la columna desde la figura central de todo este fenómeno, porque sí, AMLO es en si un fenómeno político, y quizá estemos ante el último de una especie caudillista emergida de las entrañas del más vapuleado sistema de partidos de los 70 (con todo lo contradictorio que se lea eso de “sistema de partidos”).

 

A estas alturas, esperar resultados de una gestión que jamás pretendió darlas, es iluso, porque, quizá por estilo, no era la intención del casi expresidente. Ya en este aspecto cabe decir que la realidad se convirtió en discurso, uno que tranquilamente puede y pudo acomodarse a los designios de la figura central que lo emitía, filtrándose poderosamente en la psique de la población que se convirtió en su capital político.


 

Ya en honor a la verdad, Andrés Manuel supo leer a la perfección las dinámicas de poder que se gestaron en el seno del sistema político mexicano, y las capitalizó. Razón llevaba pues cuando de su boca salió aquella expresión que se convertiría en mantra de justificación y legitimación, o por lo menos uno de los tantos que integran su rosario falaz. “La oposición está moralmente derrotada”, y si, lo demostró una y otra y otra y otra vez, hasta el cansancio; sin duda, la oposición fue la mejor oposición de la oposición.

 

Estos elementos nos pueden dar una explicación sencilla del porqué la gestión de AMLO funcionó como funcionó, pero expliquémoslo de una forma más formal, porque sí, esto tiene una explicación sociológica.

 

Para poder entrar en tema, vayamos planteando que el Estado, como ente abstracto consiste no solo en establecerse legalmente a través del territorio, de su población y de su gobierno, también basa su subsistencia en la instauración y legitimación del poder político, el cual esta directamente ligado a la dominación que este ejecuta para con sus ciudadanos. De ahí que el sociólogo Max Weber haya delimitado este poder político en que el Estado ostenta el monopolio del uso de la fuerza, tanto física como legal; es decir, Weber plantea y establece que la legitimación del poder esta fincada en una comunicación constante y sinérgica entre el aparato administrativo del Estado (Gobierno) y su poder político (relación de poder entre gobierno y gobernados, así como las distintas organizaciones que pugnan por el poder en un régimen determinado; entendiendo régimen como el conjunto de reglas y normas que le dan forma a un contexto social específico).

 

Establezcamos primero que es poder, y su relación con la dominación:

 

“El concepto de poder es sociológicamente amorfo. Todas las cualidades imaginables de un hombre y toda suerte de constelaciones pueden colocar a alguien en la posición de imponer su voluntad en una situación dada. El concepto de dominación tiene, por eso, que ser más preciso y solo puede significar la probabilidad de que un mandato sea obedecido”

 

En este sentido, el mismo autor nos dice que este poder político puede constituirse de tres formas puras, a saber:

 

1. De carácter racional, que descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados a esas ordenaciones a ejercer la autoridad (autoridad legal)


2. De carácter tradicional: que descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos y en la legitimidad de los señalados por esa tradición para ejercer la autoridad (autoridad tradicional)


3. De carácter carismático: que descansa en la entrega extraordinaria a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona y a las ordenaciones de por ella creadas y reveladas

 

Bajo esta premisa nos centraremos en la última, aunque existen rasgos simbólicos de la segunda (entrega de bastón de mando), el ejercicio del poder se ejerce a través del carisma, para esto vamos a ser mucho más específicos.

 

“Debe entenderse por carisma, la cualidad que pasa por extraordinaria (condicionada mágicamente en su origen, lo mismo si se trata de profetas que de hechiceros, árbitros, jefes de cacería o caudillos militares), de una personalidad, por cuya virtud se la considera o posesión de fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas -o por lo menos específicamente extraordinarias y no asequibles a cualquier otro-, o como enviados de dios, o como ejemplar y, en consecuencia como jefe, caudillo, guía o líder”

 

Este tipo de dominación esta caracterizada por una desinstitucionalización del aparato administrativo, así como una des-ciudadanización de la vida pública del Estado, estableciendo los resultados con base en el discurso y no en la generación objetiva de las bases que permitan movilidad social y una estabilidad del conjunto de estructuras que comunican el poder político con el legal.

 

Andrés Manuel entonces estableció estas directrices a través de su gestión, centrando los esfuerzos en lograr una conexión genuina, basada en sentimiento y simbolismo para legitimar sus decisiones, y así acotar la participación ciudadana y de la oposición políticamente constituida por medio de los partidos políticos; es decir, las instituciones políticas pierden por completo su carácter de vaso comunicante con el gobierno y se convierten en un espejismo de representación popular.

 

Claramente, e insisto, AMLO no pretendía administrar el recurso económico de una forma eficiente, eficaz, transparente y honrada, justo como lo mandata la constitución, sino servirse de él para fomentar el culto simbólico a su personalidad y carisma, gobernando a través de esta efigie y no de la capacidad de la Administración Pública para resolver problemas sociales.

 

Es cierto, Andrés Manuel se va, se a la chingada (y sería bueno que no regrese), pero a estas alturas, no importa el hombre, sino el símbolo, esto lo explica muy bien Albert Camus cuando nos establece la figura del líder metafísico, cuya característica principal estriba en ser una figura renovadora e irruptora, que se escapa del statu quo, pero sin la capacidad de entender el nuevo orden al cual dio a luz, haciendo necesario que su figura trascienda de una manera no física,permaneciendo en la psique de las personas como un hombre necesario y ejemplo de un tiempo mejor que siempre esta por venir, pero que nunca llega.

 

Andrés Manuel termina su gestión, y tras seis años, los resultados son más que evidentes, recibió un país en llamas, y entrega un país con un daño estructural irreparable, se irá contento, a sabiendas de que su trabajo fue realizado con eficiencia, de que se sirvió de una nación necesitada de una esperanza de la cual él nunca fue poseedor.

 

En ese sentido, no existen pues diferencias entre aquellos colonizadores del 1500 a este de raíces españolas que fingió ser un pueblo que solo utilizó en beneficio de su organización política. Ambos vendieron espejismos, solo que este último los pulió para que brillara más.

 

Los datos están ahí, escondidos bajo un océano de discursos vacíos y un diálogo de sordos, donde la única verdad que importaba era la que se construía desde palacio nacional y no la que permanece en latencia en cada uno de los desaparecidos, asesinados, vapuleados e ignorados de esta administración.

 

Son esos numerosos nadie los que siguen emitiendo una voz que siguen constituyendo una deuda histórica que esta izquierda rancia y falaz ignoró sistemáticamente.

 

Se va AMLO, llega Claudia, se va AMLO, se queda su sombra.

 

Feliz viaje Presidente, váyase a la chingada.

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